domingo, 9 de agosto de 2015


La intimidad, un bien escaso
 Por Sergio Sinay   Para LA NACION

Aunque no lo parezca, pasaron treinta años desde aquel aviso en el que una multitud de seres grises y adustos ingresaba a una enorme sala para escuchar ante una pantalla gigantesca la prédica vehemente de quien encarnaba al Gran Hermano que George Orwell había imaginado en 1984, esa novela cada vez menos distópica y más real. En el aviso, esos cuasi autómatas eran liberados por una mujer que huía de los guardianes, rompía la pantalla y anunciaba que desde el 24 de enero de aquel año (precisamente 1984) Apple presentaría Macintosh y, con ese producto, la liberación. El temido 1984 (que, jugando con los números, Orwell describió en 1948) no sería un tiempo de esclavitud mental, de seres vigilados y espiados continuamente, encerrados en un estrecho circuito que no iba más allá de trabajos monótonos, de hogares austeros repletos de artefactos de control (micrófonos, pantallas) y de anuncios según los cuales habría que atravesar aún tiempos duros antes de ver la luz. Se anunciaba que una nueva tecnología venía a liberarnos.

Casi treinta años después, en junio de 2013, Edward Snowden, un ex informante de la CIA y de la NSA (Agencia Nacional de Seguridad de los Estados Unidos) denunciaba la existencia de un plan de vigilancia masiva en el orden mundial, a cargo de aquellos organismos, por el cual ni el más anónimo habitante del planeta estaba a salvo de ser espiado aun en su más secreta intimidad. En su libro Psicopolítica, el filósofo alemán de origen coreano Byung Chul-Han (agudo estudioso de los fenómenos sociales y culturales contemporáneos, autor también de La sociedad del cansancio y La sociedad de la transparencia, entre otros) sostiene que aquel despótico Big Brother de Orwell ya no es necesario y ha sido suplantado por otro, amable, omnipresente y sin rostro. En una sociedad en que la intimidad pierde terreno hasta desaparecer, en que las personas necesitan exteriorizar en todo momento hasta sus más nimios e intrascendentes actos (dónde están comiendo, con quién están, qué se hallan comprando, por dónde caminan, etcétera), hay lo que él llama una vigilancia sin vigilancia. Todos controlan a todos y todos se someten al control de todos. Basta con mantenerse conectado las 24 horas y asomarse incesantemente a las redes sociales. Sobra incluso la monumental maquinación denunciada por Snowden (hoy paradójicamente refugiado en Rusia, una sociedad de control sin maquillaje).
Es el riesgo de ponerse al servicio de las tecnologías conectivas en lugar de mantenerlas en un estatus de herramientas para ser usadas puntual y específicamente para ciertas tareas, mientras se sostiene la esencial comunicación real, artesanal, en la que personas con identidades, emociones y experiencias intransferibles confluyen en espacios de encuentro reales y no virtuales. La exterioridad permanente, que convierte a los individuos en controladores controlados, elimina una necesidad humana que remarcaba la filósofa Hanna Arendt: la necesidad de solitud. Arendt diferenciaba esto de la soledad (que muchas veces es un estado padecido, no deseado). La solitud, decía, es un retiro voluntario, consciente, que nos permite el diálogo interior, el reencuentro con la propia intimidad (que es más que simple privacidad), nos estimula a contemplar en perspectiva el mundo y sus acontecimientos y a desarrollar en él una presencia propia. Setenta años después de Orwell y treinta más tarde del aviso de Apple, la intimidad sigue siendo un bien escaso y en peligro, que es necesario recuperar y resguardar porque sólo desde ella podemos ir al verdadero encuentro del otro como seres reales y encarnados, y no como fantasmas virtuales.