La
intimidad, un bien escaso
Aunque no lo parezca, pasaron treinta años desde
aquel aviso en el que una multitud de seres grises y adustos ingresaba a una
enorme sala para escuchar ante una pantalla gigantesca la prédica vehemente de
quien encarnaba al Gran Hermano que George Orwell había imaginado en 1984, esa
novela cada vez menos distópica y más real. En el aviso, esos cuasi autómatas
eran liberados por una mujer que huía de los guardianes, rompía la pantalla y
anunciaba que desde el 24 de enero de aquel año (precisamente 1984) Apple
presentaría Macintosh y, con ese producto, la liberación. El temido 1984 (que,
jugando con los números, Orwell describió en 1948) no sería un tiempo de
esclavitud mental, de seres vigilados y espiados continuamente, encerrados en
un estrecho circuito que no iba más allá de trabajos monótonos, de hogares
austeros repletos de artefactos de control (micrófonos, pantallas) y de
anuncios según los cuales habría que atravesar aún tiempos duros antes de ver
la luz. Se anunciaba que una nueva tecnología venía a liberarnos.
Casi treinta años después, en junio de 2013, Edward
Snowden, un ex informante de la CIA y de la NSA (Agencia Nacional de Seguridad
de los Estados Unidos) denunciaba la existencia de un plan de vigilancia masiva
en el orden mundial, a cargo de aquellos organismos, por el cual ni el más
anónimo habitante del planeta estaba a salvo de ser espiado aun en su más
secreta intimidad. En su libro Psicopolítica, el filósofo alemán de
origen coreano Byung Chul-Han (agudo estudioso de los fenómenos sociales y
culturales contemporáneos, autor también de La sociedad del cansancio y La
sociedad de la transparencia, entre otros) sostiene que aquel despótico Big
Brother de Orwell ya no es necesario y ha sido suplantado por otro, amable,
omnipresente y sin rostro. En una sociedad en que la intimidad pierde terreno
hasta desaparecer, en que las personas necesitan exteriorizar en todo momento
hasta sus más nimios e intrascendentes actos (dónde están comiendo, con quién
están, qué se hallan comprando, por dónde caminan, etcétera), hay lo que él
llama una vigilancia sin vigilancia. Todos controlan a todos y
todos se someten al control de todos. Basta con mantenerse conectado las 24
horas y asomarse incesantemente a las redes sociales. Sobra incluso la
monumental maquinación denunciada por Snowden (hoy paradójicamente refugiado en
Rusia, una sociedad de control sin maquillaje).
Es el riesgo de ponerse al servicio de las
tecnologías conectivas en lugar de mantenerlas en un estatus de herramientas
para ser usadas puntual y específicamente para ciertas tareas, mientras se
sostiene la esencial comunicación real, artesanal, en la que personas con
identidades, emociones y experiencias intransferibles confluyen en espacios de
encuentro reales y no virtuales. La exterioridad permanente, que convierte a
los individuos en controladores controlados, elimina una necesidad humana que
remarcaba la filósofa Hanna Arendt: la necesidad de solitud. Arendt
diferenciaba esto de la soledad (que muchas veces es un estado padecido, no
deseado). La solitud, decía, es un retiro voluntario, consciente, que nos
permite el diálogo interior, el reencuentro con la propia intimidad (que es más
que simple privacidad), nos estimula a contemplar en perspectiva el mundo y sus
acontecimientos y a desarrollar en él una presencia propia. Setenta años
después de Orwell y treinta más tarde del aviso de Apple, la intimidad sigue
siendo un bien escaso y en peligro, que es necesario recuperar y resguardar
porque sólo desde ella podemos ir al verdadero encuentro del otro como seres
reales y encarnados, y no como fantasmas virtuales.