domingo, 14 de febrero de 2016

Le poulailler

El gallinero de Cerro de los Pinos era uno de los puntos de atracción y aprendizaje que enriquecieron mi infancia. Se encontraba a unos 300 mts de la casa y todo los días por la tarde íbamos en patota a buscar los huevos y llevarles el alimento. Digo en patota ya que como verán no era trabajo para uno solo y requería de toda una logística para poder volver a la casa sanos y salvo y con la misión cumplida.

Además de la canasta para los huevos llevábamos los “broc” con el alimento. Eran unas jarras grandes de metal enlozado que en su primera etapa servían para los lavatorios instalados en cada cuarto, una jarra y una gran palangana en la que supuestamente nos lavábamos la cara a la mañana al levantarnos. Digo supuestamente ya que estando el agua tan fría lo que solíamos hacer era mojar, simbólicamente, dos dedos y pasárnoslo por los ojos. Junto al equipo de lavado había un balde con tapa que tenía como finalidad invitarnos (bajo amenazas de terribles castigos…) a no hacernos en la cama. Conclusión: todas las mañana había un colchón en cada ventana secándose al sol… No es que hubiese mala voluntad de nuestra parte aunque algunos es cierto dormían tan profundamente que inevitablemente se despertaban empapados a menos que una enérgica mano lo sacara de la cama y lo parara frente al balde. Otros nos despertábamos pero hacía tanto frio que apenas asomábamos la nariz de debajo de las frazadas se nos congelaba el cuerpo y no podíamos salir de la cama así que no había otra solución que… Para colmo la tía Pinette, que solía acostarnos y apagar los faroles a kerosene, tenía una muy linda costumbre de envolvernos en la cama metiendo la frazada de ambos lados bien debajo del colchón, que además eran de lana y finitos y con los elásticos de alambres con resorte hacían una cueva de la cual era imposible salir por lo apretados que quedábamos bajo la montaña de frazadas y mantas.

Volviendo a los “broc”, estos terminaban su vida, luego de su noble misión de contenedores de las gélidas aguas a servir para llevar el alimento a las gallinas. Es que recordaran los que vivieron estas lindas épocas que nada se tiraba sino que se les cambiaban el huso. Estos enlozados con el tiempo se iban cachando y donde se saltaba el esmalte se oxidaban y al final se agujereaban.

Una vez en la entrada del gallinero nos dividíamos en dos equipos el primero debía enfrentar una horda de aves famélicas que ya , cuando nos divisaban a lo lejos, se apiñaban en la puerta de entrada. El mas valiente ingresaba con el broc  lleno de Vitozan (nombre comercial del balanceado en forma de pelets) y repartía en una larga hilera un chorro de alimento directamente en el piso. Iba acompañado por un par de voluntarios munidos de palos para espantar las gallinas y evitar así  el picoteo de los talones del repartidor por parte de las aves famélicas…. Mientras se realizaba esta operatoria distractiva de las aves en cuestión, otro grupo, generalmente dos, corrían raudamente con la canasta hacia las casillas de las ponedoras. 
      
Estas casillas eran realmente unas casas de madera montadas sobre pilotes, con techo a dos aguas una puertita con una rampa al frente para las gallinas y otra mas grande con escalera en el contrafrente para el operario de turno. Mientras el canastero juntaba los huevos de cada cajón el ayudante cerraba las puertas para evitar que ingrese alguna gallina celosa de sus huevos o un gallo vigilante. En las casitas además de los cajones para las ponedoras, que normalmente debían estar vacíos (solo los huevos…) ya que las ocupantes debían estar comiendo, sin embargo siempre había alguna clueca fuera de época que nos impedía a picotazos que le saquemos los supuestos huevos a empollar, si podíamos la levantábamos suavemente de la cola y con un ágil movimiento la reboleábamos contra la pared opuesta (generalmente nos quedábamos con las plumas en las manos…y la pseudo-clueca en el nido!) para que nos de tiempo de juntar los huevos antes que vuelva furiosa a su noble tarea. Pero generalmente la dejábamos en paz y que se arregle al que le tocaba la juntada al día siguiente.

Como les decía, además de los cajones como las casas también servían de dormideros estaban los famosos “palos de gallinero” que servían de percheros y donde dormían las susodichas aves que para no perder su lugar en los mismos, hacían allí todas sus necesidades, de allí proviene el famoso dicho de “crotté comme perchoir de poulailler”! (queda mas elegante en Francés que la versión criolla)  Así como las supuestas cluecas, siempre quedaba alguna gallina dormilona siesteando en vez de estar comiendo con sus compañeras y se le ocurría hacer sus necesidades justo cuando estábamos debajo de ella realizando nuestro sacrificado trabajo. Conclusión… nos llevábamos casi siempre un regalo pegado en el pelo.

Al terminar la juntada debíamos salir a gran velocidad hacia la salida del gallinero, en lo posible debía ser 5” antes de que se termine la repartida de alimento para evitar un ataque masivo, aunque con el buche lleno las aves guerrera perdían mucha de su agilidad… Llegar a salvo a terreno seguro…llegábamos, los que sufrían las consecuencias de la corrida eran…los huevos ya que algunos quedaban algo averiados y otros hasta se escapaban de la canasta con las consecuencias lógicas de tamaña osadía!

Había un corral al que ni intentábamos entrar! y le tirábamos el alimento a través del tejido. Era el de los pollos de consumo que, previo a su engorde final en unas jaulas de confinamiento para que no quemen energía, vivian en libertad en su corral, con una única ley que era la supervivencia del mas fuerte. Le teníamos pánico ya que a diferencia de los doble pechuga que conocemos hoy, estos eran de gran tamaño aunque pura pata y cogote, edad adolecentes a maduritos (ya eran gallitos), se peleaban entre ellos como si fuesen hermanos y dos por tres aparecía alguno mal herido en un rincón. Todo esto se debía a que por un lado tenían una genética de supervivencia, mas que productiva (por las duras condiciones climáticas) y por otro cuando había que elegir quienes debían de ir a la jaula de confinamiento siempre caían los mas chiquitos, débiles y lentos (eran los mas fáciles de agarrar!). Por eso al final de las vacaciones quedaban siempre los mas grandotes y fuertes que pasaban a engrosar las filas de los gallos de reproducción…


Terminada la hazaña nos reencontrábamos fuera del gallinero y mientras volvíamos contándonos los detalles de lo vivido hacíamos un desvío a lo guindos para reponer las energías gastadas. Mas de una vez nos concentrábamos tanto en esta nueva actividad que al abandonar el lugar quedaba el Bro vacio y la canasta llena debajo de los guindos…