sábado, 28 de octubre de 2017


PUPILAJE

Era una fría mañana de julio de 1960, me veo sentado en la consejería frente a la estufa a gas que está en el rincón de la oficina y tiene un enrejado de cerámica tipo panal de abeja al rojo vivo. Hasta puedo sentir su calorcito reconfortante. Tengo una pila de revistas al lado mío, sin tocar, y le doy la espalda al Padre Calendino, Director de la primaria, que está en su escritorio “haciendo “papeles. Las revistas siguen apiladas allí, mientras yo lloro en silencio con entrecortados y largos suspiros.
Me doy pena, pero lo que me pasa es que extraño a mi familia y mi casa en el campo entre las sierras, en Coronel Pringles.
Tengo diez años recién cumplidos. Acabo de ingresar, después de las vacaciones de invierno, como pupilo en el colegio Salesiano Don Bosco de Bahía Blanca. Me pusieron en 4° grado y mi maestro es el futuro Padre Gonzalo, ya que está estudiando para Sacerdote en la Obra de los Salesianos de Don Bosco. Los seminaristas Salesianos tienen tres años de filosofía, luego dos años como maestros en sus colegios y para ordenarse completan otros tres años de teología. Es muy buen maestro pero muy severo, es de los que usaban la regla como forma de castigo haciéndote estirar las manos y con un golpe certero con el canto de la regla dejarte los dedos colorados y doloridos, o con una goma de borrar te pasaban con fuerza en contrapelo por las patillas. Con sus anteojitos redondos y su cara de malo, me paralizaba. Hoy me hace recordar a un oficial de la Gestapo como los que se veían en las películas de la segunda guerra.
Se comentaba que los pupilajes eran un lugar de castigo donde se ponía a los chicos, generalmente del interior de la provincia, que eran expulsados de los colegios de los pueblos. No era así. En general los padres que vivían en el campo o los pueblos del interior y querían una formación religiosa y disciplinada para sus hijos y, además, no podían mudarse a Bahía Blanca, optaban por esa solución. Fue mi caso y el de la mayoría de mis hermanos, muy a pesar de mama que lo sufrió y nos extrañó muchísimo. Más que nosotros a ella y a papa.
Soy el cuarto hijo de 19 hermanos, sí, leyeron bien 19…y en aquella época ya debía tener nueve o diez hermanos menores.
Esa mañana tuve uno de los tantos percances de mi vida de estudiante. Mi pupitre, en el aula de cuarto grado A, estaba en la segunda fila, no porque fuese un alumno rebelde o indisciplinado, sino por mi estatura. Hasta los 15 años era de los más bajitos de mi curso. Venía acostumbrado, desde mi casa, a escribir con lápiz negro así que rápidamente tuve que aprender a manejar la pluma y la tinta azul Pelican, al igual que el plumín y la tinta china. Nunca supe por qué se la llamaba tinta china…
Como les decía, mi pupitre con su tapa rebatible y donde guardábamos las carpetas, libros de texto y cuadernos, tenía en su ángulo superior derecho un agujero donde encastraba el frasco de tinta. Mi aprendizaje del uso de la pluma fue algo traumático ya que debía introducirla en un tintero. Las plumas que yo conocía eran las de gallina o chimango, en cambio aquellas tenían una punta metálica con un corte y de distintos anchos según el tamaño de letra que pretendía plasmar sobre su hoja el avezado escritor, que no era mi caso. Gracias a la incorporación de la lapicera fuente y la birome como útiles escolar pude zafar de aprender a dominar la maldita pluma…
Nací y viví, al igual que todos mis hermanos, en el campo de la familia. Cuando mamá estaba por parir, el médico de la familia, que además era el intendente del pueblo, se instalaba en el campo a esperar el acontecimiento. Llegada la hora y ayudado por papá que hacía de enfermero-partero, nos fue trayendo al mundo a los 19.
Toda mi feliz infancia la pasé en el campo donde aprendí a hablar, primero en francés y luego en un mal castellano, al igual que a escribir. Como no teníamos escuela cerca mis padres contrataron una seguidilla de maestras que no duraban mucho ya que extrañaban, no especialmente a sus familias, sino al pueblo con su cine y bailes de club. Por eso después de algunos fines de semana sin poder salir del campo, cuando salían una vez… no volvían más. Hay que reconocer, también, que aunque los laxaguitos aislados y fuera de su hábitat natural  éramos bastante tranquilos y retraídos, donde nos juntábamos se nos despertaba el indio y las pobres maestras sufrían las consecuencias. Conclusión: mis tías alternativamente asumieron el rol de maestras e intentaban prepararnos para insertarnos en el sistema educativo oficial y entrábamos en el grado en que nos adaptábamos mejor.
Aquella mañana en el colegio quedó demostrado que la utilización de la pluma no había sido parte de mi formación inicial. Tampoco se puede pretender todo en la vida… Metí mi pluma en el tintero, la escurrí un poco contra el borde ya que siempre la cargaba demasiado y al intentar escribir se me trababa la punta en alguna pelusa o rebarba de la hoja y al hacer un poquito de fuerza zafaba la pluma y salpicaba toda la hoja.  Rápido el papel secante para minimizar el daño y luego la goma para tinta o la Gillette para raspar la hoja, operación que casi siempre terminaba en un agujero. Terminaba la operación haciendo un boyo con la hoja y al sesto, a lo Ginóbili, aunque en aquellos años los ídolo del basquetball eran Cabrera o Atilio Fruet.
Pero esa vez la operación fue hecha con tanta torpeza que volqué todo el contenido del tintero sobre mi pupitre, chorreó tinta hasta debajo de la tapa sobre los libros y carpetas. Hoy me hubiese rajado una flor de puteada y tema resuelto o al menos encaminado. Pero a mis diez años, paisanito del campo, ni puteada conocía. Al contrario, como no las había aprendido en casa, ni sabía de su malicia. De hecho, cuando llegue al colegio y las escuchaba de mis compañeros me sonaban tan bien que las repetía alegremente y lo peor… frente a los curas. El castigo a mi inocencia era ir a hacerme buches de agua durante 10 minutos!
Cuando lo vi al jefe de la Gestapo avanzando hacia mí con la regla negra, de canto filoso, me largué a llorar desconsoladamente y mis crueles compañeros empezaron a reírse con ganas. Esto último me salvó la vida. El Padre Gonzalo, ex nazi, se apiadó de mí y me mandó a la dirección sacándome de la zona de peligro.
Y allí estoy, triste y compungido, sentado frente a la estufa, con la pila de revistas sin tocar y eso que eran de la buenas: D’artagnan, el Llanero solitario, Patoruzito.

Y paso!!! Porque ahora, como entonces, acaba de sonar el timbre, fin del horario de trabajo, nos vamos a almorzar.

lunes, 16 de octubre de 2017




CAMINO FRANCÉS (inconcluso)

Cuando salí de Buenos Aires tenía bastante claro el porqué de mi aventura, era un desafío personal por llegar a Santiago de Compostela caminando los setecientos ochenta km desde Saint Jean pied de port por el Camino Francés y para ello contaba con 40 días. Todos mis preparativos previos apuntaban a ese objetivo, estudio del itinerario por internet, distintas entrevistas con gente que ya lo habían hecho, preparación física con largas caminatas, chequeos médicos varios como prevención y selección de equipo y armado de mochila.

Mi preocupación estaba en no tener muy claro el para que quería alcanzar esta meta, así que confié en Dios que me lo haría ver en el camino.

Ya al décimo día de andar comprobé que mi ritmo de marcha no era de veinticuatro km/hs, como tenía planificado, sino de alrededor de veinte; con lo cual no me alcanzaría el tiempo con el que contaba para llegar a Santiago. Simultáneamente se me iba revelando el para que de mi camino. El cambio de objetivo no implico resignación alguna sino la simple aceptación de la realidad, una nueva realidad.

En una cuesta bastante empinada tuve la sorpresa de alcanzar un peregrino, era un ciclista…si, si un ciclista! Debe de haber sido la única persona que alcance en todo mi itinerario, ya que los demás normalmente me alcanzaban y luego de intercambiar unas palabras seguían su ruta revolviéndome a mi solitud. Este había tenido que bajarse de su bici y empujarla hasta vencer la cuesta, por eso lo alcance. Hacía dos meses que había salido y tenía tres meses por delante hasta llegar a Jerusalén, todo eso como agradecimiento por haber conseguido, su mujer, luego de una larga enfermedad su jubilación. Fue el que me presto la frase “el camino te habla” de la que me apropie ya que graficaba mi primer descubrimiento.  Luego la completé con: “Dios me habla a través del camino de la vida y tengo que aprender a escucharlo”.

Entre mis objetivos al salir estaba el de aprovechar mi larga estadía para hacer un poco de turismo gastronómico, al igual que de vez en cuando cambiar mi cucheta de albergue por una habitación de hotel con baño privado.
Aunque durante el día estaba solo, al llegar al albergue al terminar cada etapa y especialmente a la hora de la comida era normal sociabilizar y particularmente con los de idioma afín. En mi caso no era común que se repita un encuentro ya que era poco probable coincidir en el mismo pueblo y en el mismo albergue después de una etapa. Sin embargo con un grupo de Españoles nos volvimos a encontrar  en dos lugares  y uno de ellos nos invitó a una recorrida de tascas en Pamplona para comer los mejores pinchos de España. Era un consultor en políticas sanitarias, había sido contratado, en el 2003, por el gobierno de los K para un plan sanitario en el gran BsAs, después de varios viajes a CABA se le pago el proyecto pero nunca más se lo consulto ni se aplicó. Quedamos en encontrarnos en Pamplona unos días después para nuestro tour gastronómico.

Era bastante común al acercarse a algún centro poblado encontrarse con una casilla rodante o simplemente un auto a la orilla del camino donde un habitante del lugar se instalaba todos los días a despachar bebidas y comestibles. Llego unos kilómetros antes de Estella, poblado anterior a Pamplona, y me encuentro con uno de esos bar-móvil, así que paro a tomar algo. Una mujer había parado un rato antes ya que se sentía mal, después de un rato de descanso y visto que no se recuperaba, nuestro anfitrión nos indica que Estella estaba a unos cuatro kilómetros así que decido acompañar a mi compañera de ruta. Wina es Holandesa y hace diez años, mientras vivía y era profesora de Inglés en Londres, fue operada de un tumor cerebral que la dejo paralítica de la mitad del cuerpo. Se recuperó pero le dejo algunas secuelas entre ellas perdidas momentáneas de memoria, tal es asi que tuvo que abandonar su profesión por olvidarse las clases que preparaba de un día para otro. Ahora viviendo con su familia en el norte de Italia, sintió la necesidad de hacer el Camino, sin ninguna experiencia ni preparación, para agradecer a la vida, ya que no tiene Fe, cada día en que se puede levantar. De Estella a Pamplona tenía cinco kilómetros mas y al paso que iba llegamos tarde así que me quedé también en el albergue de Estella. Conclusión me perdí los pinchos de Pamplona!

         Al día siguiente mi amiga Wina me dice que aunque se siente mejor yo siga mi camino ya que pensaba seguir a su ritmo e ir parando seguido. Cuando entro a Pamplona, a eso de las ocho de la mañana, me encuentro con uno de mis casi compañero del tour gastronómico de la noche anterior, sentado en el cordón de la vereda con un vaso de café en una mano y un habano entre los dedos de la otra, muerto de risa pero completamente fuera de combate e incapaz, al menos en este día, de dar un paso…

Quince días antes de salir de Buenos Aires falleció mi cuñado Stephan que me había animado mucho a hacer el Camino, días antes de dejarnos. Lo había puesto como mediador y que me proteja durante mi peregrinar. Estoy seguro que fue el que cruzo en mi camino a Wina para evitarme las consecuencias de los pinchos y sobre todo del buen vino que los debía de acompañar…

Una semana después me la volví a encontrar a Wina, varios kilómetros mas lejos, repuesta y siempre rumbo a Santiago.

El disfrute de los placeres culinarios y los buenos hoteles, sin proponérmelo, habían pasado a segundo plano ante los descubrimientos y cambios que iba haciendo a medida que avanzaba.

El planteo que me hacía en mi casi año de preparación, si viajar solo o acompañado, rápidamente se me fue aclarando. Por un lado prefería solo ya que ante el desconocimiento de lo que me esperaba supuse que me sentiría mas libre y menos condicionado ante los acontecimientos y decisiones a tomar. Tampoco es una decisión fácil de tomar ya que son muchos días, recursos económicos, preparación física, en pocas palabras una cierta dosis de inconsciencia o confianza en que Dios proveerá.

Llegue esa tarde del 13 de mayo a Vilorio de Rioja y ya en el albergo después de una ducha componedora me disponía a degustar de un super sándwich de jamón y la inseparable pinta cuando me encontré desparramado en el suelo con la ceja partida y lo mas grave mis anteojos hecho añicos, gracias a Dios las lentes se salvaron. Supongo que la causa de mi caída fue una baja de presión. A la noche, después de una suculenta paella la dueña me ofrece un par de anteojos que un peregrino se había olvidado hacia unos días. Tres días después habiendo caminado unos 60 km. llego a Burgos, primer lugar donde podría encontrar una Óptica, entro por la calle del peregrino, prolijamente señalizada con las características conchas de bronce incrustadas en las veredas o pintadas de amarillo sobre las paredes. Llego hasta el centro y Ho sorpresa! Una óptica. Denos 24 horas y se los dejamos en condiciones para llegar a Buenos Aires y allí cambiarlos. Salgo y de un edificio de enfrente sale una chica y me pregunta si buscaba alojamiento. En otro lugar y momento hubiese atribuido todo al azar.

En definitiva, y a pesar de haber partido de Buenos Aires solo con mi mochila y mis sueños, siempre me sentí acompañado sea para pedir ayuda a otro, como para compartir mis vivencias o también ofrecer mi ayuda a algún peregrino perdido o con problemas con el idioma.