PUPILAJE
Era una fría mañana de julio de
1960, me veo sentado en la consejería frente a la estufa a gas que está en el
rincón de la oficina y tiene un enrejado de cerámica tipo panal de abeja al
rojo vivo. Hasta puedo sentir su calorcito reconfortante. Tengo una pila de
revistas al lado mío, sin tocar, y le doy la espalda al Padre Calendino,
Director de la primaria, que está en su escritorio “haciendo “papeles. Las
revistas siguen apiladas allí, mientras yo lloro en silencio con entrecortados
y largos suspiros.
Me doy pena, pero lo que me pasa
es que extraño a mi familia y mi casa en el campo entre las sierras, en Coronel
Pringles.
Tengo diez años recién cumplidos.
Acabo de ingresar, después de las vacaciones de invierno, como pupilo en el colegio
Salesiano Don Bosco de Bahía Blanca. Me pusieron en 4° grado y mi maestro es el
futuro Padre Gonzalo, ya que está estudiando para Sacerdote en la Obra de los
Salesianos de Don Bosco. Los seminaristas Salesianos tienen tres años de filosofía,
luego dos años como maestros en sus colegios y para ordenarse completan otros
tres años de teología. Es muy buen maestro pero muy severo, es de los que
usaban la regla como forma de castigo haciéndote estirar las manos y con un
golpe certero con el canto de la regla dejarte los dedos colorados y doloridos,
o con una goma de borrar te pasaban con fuerza en contrapelo por las patillas.
Con sus anteojitos redondos y su cara de malo, me paralizaba. Hoy me hace
recordar a un oficial de la Gestapo como los que se veían en las películas de
la segunda guerra.
Se comentaba que los pupilajes
eran un lugar de castigo donde se ponía a los chicos, generalmente del interior
de la provincia, que eran expulsados de los colegios de los pueblos. No era
así. En general los padres que vivían en el campo o los pueblos del interior y
querían una formación religiosa y disciplinada para sus hijos y, además, no
podían mudarse a Bahía Blanca, optaban por esa solución. Fue mi caso y el de la
mayoría de mis hermanos, muy a pesar de mama que lo sufrió y nos extrañó
muchísimo. Más que nosotros a ella y a papa.
Soy el cuarto hijo de 19
hermanos, sí, leyeron bien 19…y en aquella época ya debía tener nueve o diez
hermanos menores.
Esa mañana tuve uno de los tantos
percances de mi vida de estudiante. Mi pupitre, en el aula de cuarto grado A, estaba
en la segunda fila, no porque fuese un alumno rebelde o indisciplinado, sino
por mi estatura. Hasta los 15 años era de los más bajitos de mi curso. Venía
acostumbrado, desde mi casa, a escribir con lápiz negro así que rápidamente
tuve que aprender a manejar la pluma y la tinta azul Pelican, al igual que el
plumín y la tinta china. Nunca supe por qué se la llamaba tinta china…
Como les decía, mi pupitre con su
tapa rebatible y donde guardábamos las carpetas, libros de texto y cuadernos,
tenía en su ángulo superior derecho un agujero donde encastraba el frasco de
tinta. Mi aprendizaje del uso de la pluma fue algo traumático ya que debía
introducirla en un tintero. Las plumas que yo conocía eran las de gallina o
chimango, en cambio aquellas tenían una punta metálica con un corte y de
distintos anchos según el tamaño de letra que pretendía plasmar sobre su hoja
el avezado escritor, que no era mi caso. Gracias a la incorporación de la
lapicera fuente y la birome como útiles escolar pude zafar de aprender a
dominar la maldita pluma…
Nací y viví, al igual que todos
mis hermanos, en el campo de la familia. Cuando mamá estaba por parir, el médico
de la familia, que además era el intendente del pueblo, se instalaba en el
campo a esperar el acontecimiento. Llegada la hora y ayudado por papá que hacía
de enfermero-partero, nos fue trayendo al mundo a los 19.
Toda mi feliz infancia la pasé en
el campo donde aprendí a hablar, primero en francés y luego en un mal
castellano, al igual que a escribir. Como no teníamos escuela cerca mis padres
contrataron una seguidilla de maestras que no duraban mucho ya que extrañaban,
no especialmente a sus familias, sino al pueblo con su cine y bailes de club. Por
eso después de algunos fines de semana sin poder salir del campo, cuando salían
una vez… no volvían más. Hay que reconocer, también, que aunque los laxaguitos
aislados y fuera de su hábitat natural éramos bastante tranquilos y retraídos, donde
nos juntábamos se nos despertaba el indio y las pobres maestras sufrían las
consecuencias. Conclusión: mis tías alternativamente asumieron el rol de
maestras e intentaban prepararnos para insertarnos en el sistema educativo
oficial y entrábamos en el grado en que nos adaptábamos mejor.
Aquella mañana en el colegio
quedó demostrado que la utilización de la pluma no había sido parte de mi
formación inicial. Tampoco se puede pretender todo en la vida… Metí mi pluma en
el tintero, la escurrí un poco contra el borde ya que siempre la cargaba
demasiado y al intentar escribir se me trababa la punta en alguna pelusa o
rebarba de la hoja y al hacer un poquito de fuerza zafaba la pluma y salpicaba
toda la hoja. Rápido el papel secante
para minimizar el daño y luego la goma para tinta o la Gillette para raspar la
hoja, operación que casi siempre terminaba en un agujero. Terminaba la
operación haciendo un boyo con la hoja y al sesto, a lo Ginóbili, aunque en
aquellos años los ídolo del basquetball eran Cabrera o Atilio Fruet.
Pero esa vez la operación fue
hecha con tanta torpeza que volqué todo el contenido del tintero sobre mi
pupitre, chorreó tinta hasta debajo de la tapa sobre los libros y carpetas. Hoy
me hubiese rajado una flor de puteada y tema resuelto o al menos encaminado.
Pero a mis diez años, paisanito del campo, ni puteada conocía. Al contrario,
como no las había aprendido en casa, ni sabía de su malicia. De hecho, cuando
llegue al colegio y las escuchaba de mis compañeros me sonaban tan bien que las
repetía alegremente y lo peor… frente a los curas. El castigo a mi inocencia
era ir a hacerme buches de agua durante 10 minutos!
Cuando lo vi al jefe de la
Gestapo avanzando hacia mí con la regla negra, de canto filoso, me largué a
llorar desconsoladamente y mis crueles compañeros empezaron a reírse con ganas.
Esto último me salvó la vida. El Padre Gonzalo, ex nazi, se apiadó de mí y me
mandó a la dirección sacándome de la zona de peligro.
Y allí estoy, triste y compungido, sentado frente a la
estufa, con la pila de revistas sin tocar y eso que eran de la buenas:
D’artagnan, el Llanero solitario, Patoruzito.
Y paso!!! Porque ahora, como entonces, acaba de sonar el timbre,
fin del horario de trabajo, nos vamos a almorzar.