Si
vale todo, nada vale
Por Sergio Sinay Para LA NACION
En
la noche del 16 de junio último, día de descanso durante la disputa de la
reciente Copa América, Arturo Vidal, jugador de la selección chilena de fútbol,
fue a un casino, se emborrachó y, en la madrugada, estrelló su Ferrari a 160
kilómetros por hora. Salió increíblemente ileso, pero su esposa, que lo
acompañaba, sufrió una fractura. Vidal era reincidente (sin llegar al choque,
algo parecido había hecho en la Copa de 2011), y la afición chilena se dividió
entre quienes esperaban una sanción terminante y quienes optaban por el perdón
en nombre del objetivo de ganar el torneo (la propia presidenta Michelle
Bachelet se sumó a esta postura). Finalmente el director técnico Jorge Sampaoli
decretó la absolución. No es para tanto, dijo. Y señaló que Vidal era un jugador
muy valioso para el objetivo final.
En
los últimos tiempos el fútbol no deja de disparar temas morales. En este caso
lleva a una vieja cuestión nunca zanjada del todo: la del fin y los medios. A
la luz de lo ocurrido, el objetivo deportivo (que terminó siendo, como suele
ocurrir, casi una cuestión nacional que la política atizó en lugar de
atemperar) justificó el hecho de que Vidal hubiese puesto en riesgo varias
vidas. La propia, la de su esposa y también la de terceros que podrían haber
sido víctimas de su doble inconsciencia (física y ética). Triple
responsabilidad. Acaso sin saberlo, al perdonarlo Sampaoli adhirió a la
corriente filosófica llamada consecuencialismo, para la cual las acciones se
juzgan por sus resultados y el fin justifica los medios. Si nadie muere,
sigamos adelante y ganemos la copa. León Trotsky (uno de los cerebros de la
revolución bolchevique de 1917, luego defenestrado por Stalin) decía crudamente
que "el fin justifica los medios cuando algo justifica el fin". Sampaoli
resultó trotskista, al menos en este aspecto. Vaya sorpresa.
Tanto
el consecuencialismo como el relativismo (ideología según la cual todo es según
como se mire) dificultan la posibilidad de establecer acuerdos morales y
convivir en línea con ellos. Ya no se trata de hacer lo que se debe, sino de
actuar según a cada cual le parezca. El filósofo Allen Bloom (1930-1992), autor
de The Closing of the American Mind, obra que atacaba duramente el
empobrecimiento de la cultura estadounidense, dijo que el relativismo moral, al
imponerse en las sociedades contemporáneas, acabó con el motivo real de la
educación: la búsqueda de una vida buena. Es decir, una vida basada en la
armonía personal dentro de una armonía colectiva. Algo posible cuando existe un
contrato moral básico por el que se acuerda qué es bueno y es malo, qué está
bien y qué está mal.
No
es lo mismo pegar para enseñar que enseñar con paciencia, respeto y amor. No es
lo mismo robar pero hacer (suponiendo que esto fuera posible) que hacer sin
robar. No es lo mismo invocar a Dios para matar en su nombre o para amar en su
nombre. En su libro Relativismo moral, el profesor de la Universidad de Nueva
York Steven Lukes define esta corriente como "la idea de que la autoridad
de las normas morales es relativa al tiempo y al lugar". Agrega que tales
normas son necesarias y útiles a la hora de actuar en el día a día. Son una
brújula que orienta en los vínculos, el trabajo, la vida ciudadana. Alientan el
apego a valores, dice; evitan el daño a los demás y fomentan el bienestar
general. Y, en definitiva, apuntan al interés común antes que al propio. Ayudan
a construir una sociedad sostenible y habitable en todos los planos. Cuando el
fin justifica los medios, muchos medios se convierten en fines. Así, vale todo.
En el fútbol, en la política, en los negocios, en todas partes. Y entonces nada
vale.