lunes, 13 de julio de 2015


Si vale todo, nada vale

Por Sergio Sinay   Para LA NACION

En la noche del 16 de junio último, día de descanso durante la disputa de la reciente Copa América, Arturo Vidal, jugador de la selección chilena de fútbol, fue a un casino, se emborrachó y, en la madrugada, estrelló su Ferrari a 160 kilómetros por hora. Salió increíblemente ileso, pero su esposa, que lo acompañaba, sufrió una fractura. Vidal era reincidente (sin llegar al choque, algo parecido había hecho en la Copa de 2011), y la afición chilena se dividió entre quienes esperaban una sanción terminante y quienes optaban por el perdón en nombre del objetivo de ganar el torneo (la propia presidenta Michelle Bachelet se sumó a esta postura). Finalmente el director técnico Jorge Sampaoli decretó la absolución. No es para tanto, dijo. Y señaló que Vidal era un jugador muy valioso para el objetivo final.

En los últimos tiempos el fútbol no deja de disparar temas morales. En este caso lleva a una vieja cuestión nunca zanjada del todo: la del fin y los medios. A la luz de lo ocurrido, el objetivo deportivo (que terminó siendo, como suele ocurrir, casi una cuestión nacional que la política atizó en lugar de atemperar) justificó el hecho de que Vidal hubiese puesto en riesgo varias vidas. La propia, la de su esposa y también la de terceros que podrían haber sido víctimas de su doble inconsciencia (física y ética). Triple responsabilidad. Acaso sin saberlo, al perdonarlo Sampaoli adhirió a la corriente filosófica llamada consecuencialismo, para la cual las acciones se juzgan por sus resultados y el fin justifica los medios. Si nadie muere, sigamos adelante y ganemos la copa. León Trotsky (uno de los cerebros de la revolución bolchevique de 1917, luego defenestrado por Stalin) decía crudamente que "el fin justifica los medios cuando algo justifica el fin". Sampaoli resultó trotskista, al menos en este aspecto. Vaya sorpresa.

Tanto el consecuencialismo como el relativismo (ideología según la cual todo es según como se mire) dificultan la posibilidad de establecer acuerdos morales y convivir en línea con ellos. Ya no se trata de hacer lo que se debe, sino de actuar según a cada cual le parezca. El filósofo Allen Bloom (1930-1992), autor de The Closing of the American Mind, obra que atacaba duramente el empobrecimiento de la cultura estadounidense, dijo que el relativismo moral, al imponerse en las sociedades contemporáneas, acabó con el motivo real de la educación: la búsqueda de una vida buena. Es decir, una vida basada en la armonía personal dentro de una armonía colectiva. Algo posible cuando existe un contrato moral básico por el que se acuerda qué es bueno y es malo, qué está bien y qué está mal.


No es lo mismo pegar para enseñar que enseñar con paciencia, respeto y amor. No es lo mismo robar pero hacer (suponiendo que esto fuera posible) que hacer sin robar. No es lo mismo invocar a Dios para matar en su nombre o para amar en su nombre. En su libro Relativismo moral, el profesor de la Universidad de Nueva York Steven Lukes define esta corriente como "la idea de que la autoridad de las normas morales es relativa al tiempo y al lugar". Agrega que tales normas son necesarias y útiles a la hora de actuar en el día a día. Son una brújula que orienta en los vínculos, el trabajo, la vida ciudadana. Alientan el apego a valores, dice; evitan el daño a los demás y fomentan el bienestar general. Y, en definitiva, apuntan al interés común antes que al propio. Ayudan a construir una sociedad sostenible y habitable en todos los planos. Cuando el fin justifica los medios, muchos medios se convierten en fines. Así, vale todo. En el fútbol, en la política, en los negocios, en todas partes. Y entonces nada vale.

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